Este un pequeño espacio que busca ser una herramienta alternativa para la autonomía (auto-educación y auto-aprendizaje) tanto en el espíritu individual, como colectivo; y a si fomentar el pensamiento crítico, creativo, rebelde y libertario. También impulsa una ética horizontal, es decir, entre iguales; la racionalización de individuos (Pensamiento por sí mismo, pensamiento en el lugar del otro y ser consecuente) igualmente esto va contra toda discriminación y promueve la creación de cultura.

martes, 17 de mayo de 2011

ANTOLOGÍA LIBERTARIA

"La conducta que el anarquista ha de observar con respecto al hombre de iglesia, ésta de antemano trazada; mientras que curas, frailes y demás detentadores de un pretendido poder divino se hallen constituidos en liga de dominación, tiene que combatirlos sin tregua, con toda la fuerza de su voluntad, con todos los recursos de su inteligencias y su energía.

Esta lucha no ha de ser un obstáculo para que se guarde el respeto personal y la buena simpatía a cada individuo cristiano, budista, fetichista, etc., etc. Principiemos por libertarnos, trabajemos en seguida por la libertad de nuestro antagonista.


Lo que se debe temer de la iglesia y de todas las iglesias, no lo dice claramente la historia, y no hay excusa acerca de este punto: todo error o mala interpretación, es inaceptable; más aún, es imposible. Somos aborrecidos, execrados, malditos, vémonos condenados a los tormentos del infierno, lo que para nosotros no tiene sentido, y, lo que es indudablemente peor somos señalados a la vindicta de las leyes temporales, a la venganza particular de los carceleros y de los verdugos y aun a la originalidad de los atormentadores que el Santa Oficio, viviente todavía, mantiene los calabozos. El lenguaje oficial de los papas, formulado en sus recientes bulas, dirige expresamente la campaña contra los «insensatos y diabólicos innovadores, los orgullosos discípulos de una pretendida ciencia, las personas delirantes que piden la libertad de conciencia los que desprecian todas las cosas sagradas, los aborrecibles, los que desprecian todas las cosas sagradas, los aborrecibles corruptores de la juventud, los obreros del crimen y de la inequidad» Anatemas y maldiciones dirigidos de preferencia a los hombres revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.

Muy bien; lógico es que los se llaman y se tienen por consagrados al absoluto dominio del género humano, creyéndose poseedores de las llaves del cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su aborrecimiento contra los réprobos, que niegan sus derechos al poder y condenan las manifestaciones todas del poder ese. «¡Exterminio! ¡Exterminio!» Tal es, como en los tiempos de Santo Domingo y de Inocencia III, la divisa de la iglesia.Oponemos, a la intransigencia de los católicos, idéntica intransigencia, más como hombres, y como hombres inspirados en la ciencia, no como tartamudos y verdugos.

Rechazamos terminantemente la doctrina católica, de igual modo que la de todas las religiones afines; luchamos contra sus instituciones y sus obras; nos proponemos desvanecer los efectos de todos sus actos.

Pero sin odio de sus personas, porque sabemos que todos los hombres se determina por el medio en que sus madres y la sociedad los colocaran; no ignoramos que otra educación y otras circunstancias menos favorables habrían podido embrutecernos también, y lo que principalmente nos proponemos, es desarrollar para ellos, si es tiempo todavía, y para las futuras generaciones, otras condiciones nuevas que curen por fin a los hombres de la locura de la cruz y demás alucinaciones religiosas.

Muy lejos de nosotros está la idea de vengarnos, cuando haya llegado el día en que seamos los más fuertes; no habría cadalsos ni hogueras bastantes para vengar el infinito número de víctimas que las iglesias, la cristiana especialmente, sacrificaran en nombre de sus dioses respectivos, en el transcurso de la serie de siglos de su ominosa dominación.

Por otra parte, la venganza no se cuenta entre nuestros principios por que el odio llama al odio, y porque nosotros sentimos animados del más vivo deseo de entrar en una nueva era de paz social. El decidido propósito que nos impulsa, no consiste en hacer uso de «las tripas del último sacerdote para ahorcar al último rey», sino en buscar la manera de impedir que nazcan reyes y curas en la purificada atmósfera de nuestra ciudad nueva.

Nuestra obra revolucionaria contra la iglesia, empieza lógicamente por ser destructora antes de poder ser constructora, sin embargo de ser indispensable entre sí las dos fases de la acción, aunque bajo diversos aspectos, según distintos medios.

Sabemos, por otra parte, que la fuerza es inaplicable para destruir las creencias sinceras, las cándidas e ingenuas ilusiones, y por lo mismo no intentamos penetrar en las conciencias para arrancar de ellas las perturbaciones y los sueños fantásticos; más podemos trabajar con todas nuestras energías a fin de separar del funcionamiento social todo lo que no esté de acuerdo con las verdades científicas reconocidas: podemos combatir sin descanso el error de todos los que se figuran haber encontrado fuera de la humanidad y del universo un punto de apoyo divino, que permite a ciertas especies de parásitos erigirse en intermediarios místicos entre el creador ficticio y sus pretendidas criaturas.

Ya que el temor y el espanto fueron siempre los móviles que a los hombres subyugaron, como reyes, sacerdotes, magos y pedagogos lo han venido ha reconocer y a repetir en distintas formas, luchemos sin reposo contra ese vano terror de los dioses y de sus Interpretes, por medio del estudio y de la serena y clara exposición de las cosas.

Combatamos todos los embustes que los beneficiarios de la antigua necedad teológica han propagado en la enseñanza, en los libros y en las artes, y no descuidemos la aposición al infame pago de los impuestos directos e indirectos que el clero extrae de nosotros.

No permitamos que se construyan templos pequeños, ni grandes, cruces, estatuas, votivas y demás fealdades que deshonran y envilecen poblaciones y compañías; agotemos el manantial de esos millones que de todas partes afluyen al gran mendigo de Roma y hacia los infinitos submendigos de sus consagraciones, y por último, valiéndonos de la propaganda diaria, arrebatemos al cura los niños que se les da a bautizar, los adolescentes varones y hembras que confirman en la fe por la ingestión de una hostia, los adultos que se someten a la ceremonia matrimonial, los infelices a quienes inician en el vicio por la confesión, los agonizantes a quienes llenan de terror en los últimos momentos de la existencia.

Descristianicémonos y descristianicemos al pueblo.

Pero, se nos objetará, las escuelas, aun las que se denominan laicas, nos referimos a las de la nación francesa, cristianizan la infancia, es decir, toda la futura generación.



¿Y cómo cerraremos esas escuelas, si nos encontramos ante padres de familia que reivindican la «libertad» de la educación por ellos elegida?



¡He aquí que a nosotros, que siempre estamos hablando de libertad, que no comprendemos al individuo digno del nombre de libre sino en la plenitud de su altiva independencia, se nos opone también la «libertad»!

Si la palabra respondiese a una idea justa, deberíamos inclinar la cabeza con respeto para ser consecuentes y fieles a nuestros principios; pero esa libertad del padre de familia es el rapto, la simple apropiación del hijo, que es dueño de sí mismo, y que se entrega a la iglesia o al estado para que a su antojo lo deformen.

Se asemeja esa libertad a la que el burgués industrial que dispone, gracias al jornal, de centenares de «brazos» y los emplea del modo que le conviene, en trabajos pesados o embrutecedores, en una libertad como la del general que hace que maniobren a su capricho las «unidades tácticas» de «bayonetas» o de «sables».

El padre, heredero convencido de pater familias romano, dispone por igual de hijos e hijas para matarlos moralmente, o, lo que es aún peor, para envilecerlos.

De estos dos individuos, padre e hijo, virtualmente iguales para nosotros, al más débil tiene el derecho preferente a nuestro apoyo y defensa, a nuestra decidida solidaridad contra todos los que le hagan daño, aun cuando entre ellos se encuentre el padre y hasta la madre que le diera a luz.

Si, cual ocurre en Francia, por una ley especial, por la opinión impuesta, el Estado niega al padre de familia el derecho de condenar a su hijo a perpetua ignorancia, los que de corazón estamos de parte de la generación nueva, sin leyes, por la liga de nuestras voluntades, haremos cuando dependa de nosotros para protegerla contra la mala educación.

Que el niño se reprendido, pegado y martirizado de mil modos por sus padres; que sea tratado con mimo y envenenado con golosinas y mentiras; que sea catequizado por hermanos de la doctrina cristiana, o que aprenda, con los jesuitas, una historia pérfida y una moral falsa, compuesta de bajeza y crueldad, el crimen es siempre el mismo.

Y nos proponemos combatirle con la misma energía y constancia, solidarios siempre del ser sistemáticamente perjudicado.

No hay duda que mientras subsista la familia bajo su forma monárquica, modelo de los estados que nos gobiernan, el ejercicio de nuestra firme voluntad de intervención hacía el niño contra los padres y los curas, será de cumplimiento difícil.

Más por esa misma razón debe dirigirse en tal sentido nuestros esfuerzos, porque no existe el término medio: se ha de ser defensor de los jesuitas o cómplice de la inequidad.

En este punto plantease también, como en todos los restantes aspectos de la cuestión social, el gran problema discutido entre Tolstoy y otros anarquistas respecto a la resistencia o no resistencia al mal.

Opinamos, por nuestra parte, que el ofendido que no resiste, entrega de antemano los humildes y los pobres a los opresores y los ricos.

Resistamos sin odio, sin rencor ni ánimo vengativo, con la dulce serenidad del filósofo que reproduce exactamente la profundidad de su pensamiento y su decidida voluntad en cada uno de sus actos.

Téngase bien en cuenta que la escuela de hoy, tanto si la dirige el sacerdote religioso como si la regenta el sacerdote laico, va franca y declaradamente contra los hombres libres, cual si fuese una espada, o mejor, como millones de espadas, pues se trata de preparar contra todos los innovadores todos los hijos de la nueva generación.

Comprendemos la escuela, lo mismo que la sociedad, «sin Dios ni amor».

Y, por consiguiente, parécenos funestos todos esos antros donde se enseña la obediencia a un Dios y sobre todo a sus pretendidos representantes los amos de todo género, curas, reyes, funcionarios, símbolos y leyes.

Reprobamos así las escuelas en que se enseñan los supuestos deberes cívicos, es decir, el cumplimiento de las órdenes de los erigidos en mandarines y el aborrecimiento a los habitantes del otro lado de las fronteras, como aquellas otras en que a los niños se repite que han de ser como «báculos en manos de los sacerdotes».

Sabemos que las dos clases de escuelas son funestas y malas en igual medida.

Y cuando fuerza tengamos para ello, cerraremos unas y otras.

«¡Vana amenaza! -dirán algunos con ironía-. No sois los más fuertes, y todavía dominamos los reyes, los militares, los magistrados y los verdugos».Así parece.

Mas todo ese aparato de represión no nos da miedo, porque también la verdad es una fuerza poderosa que descubre los horrores que se ocultan en las tinieblas de la maldad; lo demuestra la historia, que se desarrolla en nuestro favor, pues si bien es cierto que «la ciencia ha quebrado», para nuestros contrincantes, no por eso ha dejado de ser un solo momento nuestra guía y nuestro apoyo.

La diferencia esencial que hay entre los mantenedores de la Iglesia y sus adversarios, entre los envilecidos y los hombres libres, consiste en que los primeros, privados de iniciativa propia, no existen sino por la masa, carecen de todo valor individual, se debilitan poco a poco y perecen, mientras que la renovación de la vida se hace en nosotros por la acción espontánea de las fuerzas anárquicas.

Nuestra naciente sociedad de hombres libres, que penosamente trata de desprenderse de la crisálida de la burguesía, no podría confiar en el triunfo, ni siquiera hubiese nacido, si hubiera de luchar con hombres de voluntad y energía propias.Pero la masa de los devotos y devotas, ajados por la sumisión y la obediencia, queda condenada a la indecisión, al desorden volitivo, a una especia de ataxia intelectual.

Cualquiera que sea, desde el punto de vista de su oficio, de su arte o de su profesión, el valor del católico creyente y practicante; cualquiera que sean también sus cualidades de hombre, no es, respecto del pensamiento, sino una materia amorfa y falta de consistencia, ya que ha abdicado completamente su juicio, y por la fe ciega se ha colocado de mottu propio fuera de la humanidad que razona."


Eliseo Reclus.


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