LA GUERRA SOCIAL EN LA MEMORIA
Miguel Amorós(Barcelona)
“Verase una guerra, al parecer tenida en poco, y liviana dentro en casa; más fuera estimada y de gran coyuntura, que en cuanto duró tuvo atentos, y no sin esperanza, los ánimos de príncipes amigos y enemigos, lejos y cerca; primero cubierta y sobresanada, y al fin descubierta, parte con el miedo y la industria, y parte criada con el arte y la ambición.” (DIEGO HURTADO DE MENDOZA, Guerra de Granada)
Hace unos pocos años, pasaron por televisión unas “Memorias de la transición”, difundidas después en cintas de video, realizadas por una empleada de los medios de comunicación que, en compensación por el servicio prestado a la historia del poder, vio cómo su obra era unánimemente ensalzada y puesta a la venta con beneficios garantizados. Se trataba de una contribución entre muchas (por ejemplo, las “memorias” de políticos retirados, o las confidencias selectivas e interesadas de periodistas a su servicio) a la parálisis de la memoria y, por tanto, de la historia. Un ejemplo de lo que Debord calificaba de falso sin réplica. El periodo político transcurrido entre 1975 y 1981, correspondiente al laborioso relevo de la clase dirigente española tras la muerte del dictador Franco y conocido con el nombre de “Transición”, era presentado como un vaivén de personajes que, discretamente, de despacho en despacho y de reunión en reunión, con el inapreciable auxilio de abnegados correveidiles mediáticos y la ambigua tolerancia de las más altas instancias, iban atando los cabos del nuevo sistema político de dominación. Cuando aparecían las masas lo hacían como decorado de fondo, siempre dispuestas a seguir las prudentes y acertadas disposiciones de sus líderes, protagonistas absolutos del espectáculo de la historia en tanto que dueños exclusivos de la misma. La historia reducida a la cronología del poder, salpimentada con anécdotas de salón y cotilleos de trastienda, demuestra hasta qué punto los individuos tienen expropiado el tiempo, su tiempo, donde sólo están presentes como objetos y donde la vida histórica transcurre monopolizada por las élites fácticas y sus representantes. Esto no siempre ha sido así, la usurpación tiene fecha, es ella misma histórica, por lo que la función del charlatán mediático consiste menos en revelarnos el quién es quién de la clase dirigente en otros tiempos y de paso recomponer alguna que otra mala reputación, que en ocultar el momento de la usurpación, negando la existencia cercana de movimientos sociales autónomos. La dominación persigue la desaparición del conocimiento histórico, porque es lo único que, al traer el pasado al presente, posibilita la comprensión de lo nuevo, y por consiguiente, permite plantear la transformación de la sociedad sobre bases liberadoras. Como decía IBN JALDÚN a propósito de las diversas formas de la falsificación histórica, “los charlatanes tienen en las artes del conocimiento un campo extenso: las praderas de la ignorancia están siempre dispuestas.” Alguien podría objetar que, de todas formas, los hechos son los que cuentan. Pero con el espectáculo, los hechos mismos pasan a la clandestinidad. No sólo el camino hacia la realidad está plagado de obstáculos puestos por la falsificación sino que el mismo camino es indiscernible. No existe opinión crítica, puesto que no existe espacio público ni medios donde se pueda formar y manifestarse, y en esas condiciones, todo da igual. Los voceros del espectáculo pueden filmar, decir o escribir lo que quieran, y volver a hacerlo cuando gusten, por ejemplo, a la hora de los aniversarios. Como los hechos se vuelven rápidamente obsoletos ante la avalancha de informaciones, la falsificación que sirve al poder los pone al día, reinventándolos si es preciso, de acuerdo con el método totalitario.